Una de las cosas más especiales que tiene cualquier arte es su capacidad de cambio y evolución como acompañante de lo que sucede a su alrededor en el mundo. Posee el ingenio de saber hacerse al entorno, logrando convertirse en un espacio que refleja la vida según las circunstancias de los que la transitan. Y esto, en realidad, simplemente es posible gracias a la magia que conserva el tiempo. Así, cualquier tipo de manifestación no guarda la posibilidad de escapar de su paso; sino que es este el que lo transforma, lo moldea, lo crea a su propio gusto. Por Natalia del Buey. Foto Rocío Márquez junto a Bronquio
El flamenco, un arte cada vez más viejo, se ha visto evolucionar en cada una de sus etapas, agarrado de la mano del reloj de la vida. Ha comenzado siendo la identidad cotidiana de un pueblo nómada, mantenido hasta la eternidad. Ha sido casero y familiar, pero también se ha dejado ver en los teatros y cafés de entonces, entonándose incluso bajo el sonido coplero de la época antigua. Ha sido parte de la vida de tradición, y se ha convertido, para los artistas, en su principal fuente de trabajo. El flamenco ha sido de los que lo han cantado, bailado y tocado, y de los que han hablado y escrito palabras infinitas sobre él. Todo ello salido de un mismo corazón.
Así, efectivamente, el flamenco se ha tambaleado por compases y reinvenciones, cocidas dentro de un panorama tradicional y de origen; del mismo modo que ha dejado entrar a otros sonidos provenientes de otras músicas, creando sobre sí mismo la llamada fusión flamenca.
Durante los últimos años, los amantes de este arte hemos podido empaparnos de innumerables formas en las que ha tenido el gusto de presentarse ante nuestros ojos y oídos. Formas que, hoy en día, se han convertido en el referente de los que en nuestro tiempo construyen el flamenco desde cada uno de sus puntos de vista.
El cante flamenco es a día de hoy uno de los espacios con mayor espíritu innovador, generando voces de colores diversos que se construyen gracias a la escucha, el trabajo con otros y las ganas de abrirse. Es, quizás, la onubense Rocío Márquez, el ejemplo perfecto de esta actitud. Una voz que nace de las peñas pero que, una vez dominada, explora los sonidos de otros; el más rompedor el de su Tercer cielo, en el que hace nacer de su garganta una queja fusionada con la música electrónica. Junto a ella, la joven Ángeles Toledano configura su estética arriesgando su limpieza sonora entre un estilo más modernizado enmarcándolo en su nuevo disco Sangre Sucia.
Hay en la guitarra, o mejor dicho, en el instrumento, una innovación menos desmedida pero que se centra en hacer crecer el flamenco desde lo familiar. Un sonido gitano pero moderno, que no pierde nunca el foco de sus orígenes entre palmas y quejidos que lo acompañan, es el de Yerai Cortés y su proyecto Guitarra coral. Un espacio que en su directo se torna en algo casi sagrado donde juega a multiplicar los elementos conocidos. A su arte se suman otros tocaores que transforman sus instrumentos en el oscuro sonido flamenco. El piano de Andrés Barrios, el arpa de Ana Crismán o el saxofón de Antonio Lizana, elevan el estilo a otro lugar que todos podemos identificar.
El baile, de la misma forma, logra también sobre sus tablas recrear un lenguaje innovador, a veces alejado de los tradicionales tacones, lunares y batas de cola. No solo está el caso de Rocío Molina, experta en identificarse con propuestas diferentes y contemporáneas, sino que, se dejan ver las que juguetean con elementos narrativos, objetos que acompañan el compás o diálogos teatrales que se entremezclan con el movimiento de sus cuerpos. Son así los espectáculos de Manuel Liñan, Olga Pericet o Marco Flores.
Hace una década nuestro flamenco era otro. Nuestros jóvenes eran niños. Nuestros referentes estaban comenzando. Nuestras palabras las dedicábamos a otros. Hoy somos cambiantes, caducos, experimentales, para que, mañana, los amantes del flamenco, puedan verse y hacerse sobre nuestros pasos.