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Escenas Andaluzas

Escenas Andaluzas, primeras noticias de flamenco: Un baile en Triana

 

Escenas Andaluzas (1846) está considerado uno de los libros básicos para conocer datos del flamenco en el siglo XIX. Su autor, el escritor costumbrista, flamencólogo y folklorista Serafín Estébanez Calderón, defiende hasta la exageración las costumbres y tipos de su tierra. Aquí transcribimos «Un baile en Triana», una preciosidad histórica y muy amena. Lean flamencos!

En Escenas Andaluzas se aportan datos sobre los primeros cantaores del cante jondo, Fillo y Planeta, lo que le sitúa entre los primeros flamencólogos. De su amplia colección de artículos costumbristas, pueden citarse, casi al azar, Un baile en Triana, La Feria de Mairena, Las gracias y donaires de Manolito Gázques o Pulpete y Balbeja.

Un Baile en Triana

¡Ay, señor mío! (respondió la Rufina María): si son de Nigromancia me pierdo por ellas, que nací en TRIANA, y sé echar las habas, y andar el cedazo, y tengo otros primores mejores.

(El Diablo Cojuelo, Tranco 8)

En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y provocaciones picantes de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y no forman, como en la danza, la parte principal. La Gallarda, el Bran de Inglaterra, la Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas, fundaban sólo su vistosidad y realce en la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.

Allí no había pasión, delirio, frenesí, como se pretenden pintar en todos los bailes que desde muy antiguo han sido peculiares a España, singularmente en las provincias meridionales. Aquellas danzas tenían su lugar en la gala ceremoniosa del sarao; los bailes para el desenfado del festín, para la libertad del teatro. Sabido es que las saltatrices y bailarinas españolas, singularmente las cordobesas y gaditanas, eran las más celebradas de cuantas se presentaban en los teatros de la gentílica Roma; y tal habilidad y lo picante de los bailes se han ido trasmitiendo de siglo en siglo, de generación en generación, hasta nuestros días. Acaso la configuración de la mujer andaluza, de pie breve, de cintura flexible, de brazos airosos, la hagan propia cual ninguna para tales ejercicios, y acaso su imaginación de fuego y voluptuosa, y su oído delicado y sensibilidad exquisita, la conviertan en una Terpsícore peligrosa para revelar con sus movimientos los delirios del placer, en sus mudanzas, los diversos grados y triunfos del amor, y en sus actitudes los misterios y bellezas de sus formas y perfiles. De cualquier modo que sea, ello es que estos bailes andaluces siempre mueven y fijan la curiosidad del extranjero que una vez los llegó a ver, y jamás sacian la ambición del que, por haber nacido en Andalucía, siempre los tuvo bajo su vista.

Pero de todo aquel país, Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes, pasando por Sevilla, no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer, y es admitido desde Tarifa a Almería, y desde Córdoba a Málaga y Ronda. Ni por el continuo aluvión de nuevos bailes, ni de la recomposición de los unos, ni de la fusión de los otros, dejan de existir siempre los recuerdos y las más vivas de la antigua Zarabanda, Chacona, Antón Colorado, y otros mil que mencionan los escritores desde el siglo XVI hasta el presente, desde Mariana hasta Pellicer. En el moderno bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos, y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que, si al parecer moría, volvía a resucitar, tan provocativo como de primero. No hace muchos años que todavía se oyó cantar y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía.

Estos bailes pueden dividirse en tres grandes familias, que, según su condición y carácter, pueden ser, o de origen morisco, español o americano. Los de origen español pueden conocerse por su compás de dos por cuatro, vivo y acelerado, que se retrae por su aire antiguo al Pasacalle, y que, cantado en coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, se parecen mucho a la jota de Aragón y de Navarra. Los de alcurnia americana se revelan por su mayor desenvoltura, como provenientes de pueblo en que el pudor tenía pocas o ningunas leyes; pero entre todos estos bailes y cantares merecen llamar la atención (del que al través de estos usos y diversiones trate de estudiar el carácter de los pueblos y las vicisitudes que han corrido) los que conservan su filiación árabe y morisca. Éstos se descubren por la melancólica dulzura de su música y canto, y por el desmayo alternado con vivísimos arrebatos en el baile.

Desde luego haremos notar que la Caña, que es el tronco primitivo de estos cantares, parece con poca diferencia la palabra Gannia, que en árabe significa el canto. Nadie ignora que la Caña es un acento prolongado que principia por un suspiro, y que después recorre toda la escala y todos los tonos, repitiendo por lo mismo un propio verso muchas veces, y concluyendo con otra copla por un aire más vivo, pero no por eso menos triste y lamentable. Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a caballo y del camino, dan la primer palma a los que sobresalen en la Caña, porque, viéndose obligados a apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho o facultades, o que pronto den al traste y se desluzcan. Por lo regular la Caña no se baila, porque en ella el cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo.

Hijos de este tronco son los oles, las tiranas, polos y las modernas serranas y tonadas. La copla, por lo regular, es de pie quebrado. El canto principia también por un suspiro, la guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente, según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le parece, y la bailadora, con sus crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que tiene toda danza o baile, que allí se llama paseo.

Y son muy de notar, por cierto, los toques y particularidades de este canto, que por lo mismo de ser tan melancólico y triste, manifiesta honda y elocuentemente que es de música primitiva. En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada e ingeniosa de la nota italiana; pero en cambio, ¡cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué mágico poder para llevar el alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de la actualidad y del materialismo de lo presente! Por eso el cantador, arrobado también como el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamento y la soledad.

Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugieren su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y éste con sus trinos, aquélla con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera arrebatan a los concurrentes, que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de entusiasmo. Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la plaza de otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compás y medida de la orquesta, no perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima ópera.

Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después de pasar varias veces de estas fáciles a las otras difíciles y peregrinas canturías, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos románticos que los de la edad media, romances que señalan con el nombre de corridas sin duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas o estrofas sueltas. Acaso en estos romances se encuentran muchos de los comprendidos en el Romancero General, en el Cancionero de Romances y otros, y acaso se conservan también algunos, que no se hallan en semejantes colecciones, pero que, a pesar de las mutilaciones y errores que tienen, revelan desde luego pertenecer al mejor tiempo de nuestra poesía peculiar. ¿Por qué se han conservado en Andalucía, mejor que en Castilla u otras provincias, estos cantares y romances? ¿Cómo es que preciosidades de literatura y costumbres tan interesantes no se han recogido en las antiguas o modernas colecciones? Una respuesta sola hay para esto… la música oral los ha conservado, así como los cánticos de Escocia y la poesía de otros pueblos. El averiguar por qué en Andalucía se conserva más resto de costumbres antiguas, más tradiciones caballerescas que no en otras provincias antes restauradas de los moros fuera asunto para una curiosa disertación.

En tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobremanera la destreza de ciertos cantadores, la habilidad de unas bailadoras, y, sobre todo, teniendo entendido que podría oír algunos de estos romances desconocidos, dispuse asistir a una de estas fiestas. El Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves, la Perla, y otras notabilidades, así de canto como de baile, tomaban parte en la función. Era por la tarde, y en un mes de mayo fresco y florido. Atravesé con mi comitiva de aficionado el puente famoso de barcas para pasar a Triana, y a poco nos vimos en una casa, que por su talle y traza recordaba la época de la conquista de Sevilla por San Fernando. El río bañaba las cercas del espacioso patio, cubiertas de madreselvas, arreboleras y mirabeles, con algún naranjero o limonero en medio de aquel cerco de olorosa verdura. La fiesta tenía su lugar y plaza en uno como zaguán que daba al patio.

En la democracia práctica que hay en aquel país no causó extrañeza la llegada de gente de tan distinta condición de la que allí se encontraba en fiesta. Un ademán más obsequioso y rendido de parte de aquellos guapos, llevándose la mano al calañés, sirvió de saludo, ceremonia, introducción y prólogo, y la fiesta proseguía cada vez más interesante. Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes, principiaba un romance o corrida, después de un preludio de la vihuela y dos bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compaseado todo por una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar mejor la medida, dando el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado suspiro, y después de una brevísima pausa, dijo el siguiente lindísimo romance, del Conde del Sol, que, por su sencillez y sabor a lo antiguo, bien demuestra el tiempo a que debe el ser.

Romance

Grandes guerras se publican

entre España y Portugal;

y al Conde del Sol le nombran

por capitán general.

 

La Condesa, como es niña,

todo se la va en llorar.

-«Dime, Conde, cuántos años

tienes de echar por allá.»

-«Si a los seis años no vuelvo,

os podréis, niña, casar.»

…. (sigue)

La música con que se cantan estos romances es un recuerdo morisco todavía. Sólo en muy pocos pueblos de la serranía de Ronda, o de tierra de Medina y Jerez, es donde se conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para siempre. Lo apartados de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la conservación de estos recuerdos.

Después que concluyó el romance, salió la Perla con su amante el Jerezano a bailar. Él tan bien plantado en su persona cuanto lleno de majeza y boato en su vestir, y ella así picante en su corte y traza como lindísima en su rostro, y realzada y limpia en las sayas y vestidos. El Jerezano sin sombrero, porque lo arrojó a los pies de la Perla para provocarla al baile, y ella sin mantilla y vestida de blanco, comenzaron por el son de la rondeña a dar muestras de su habilidad y gentileza. El pie pulido de ella se perdía de vista por los giros y vueltas que describía y por los juegos y primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya volviéndola gentilmente al lado opuesto de por donde serenamente discurría, ya apartándola con desdén y desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos como queriéndola ocultar y embozarse, ofrecía para el gusto las proporciones de un busto griego, para la imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso. Los brazos mórbidos y de linda proporción, ora se columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los abandonaba como en desmayo; ya los agitaba como en frenesí y delirio, ya los sublimaba o derribaba alternativamente como quien recoge flores o rosas que se la caen. Aquí doblaba la cintura, allí el talle, por doquier se estremecía, por todas partes circulaba, ora blandamente como cisne que hiende el agua, ora ágil y rápida como sílfide que corta el aire. El bailador la seguía menos como rival en destreza que como mortal que sigue a una diosa. Los cantadores y cantadoras llovían coplas para provocar y multiplicar otras mudanzas y nuevas actitudes. Este cantaba aquello de:

Toma, niña, esa naranja,

que la cogí de mi huerto;

no la partas con cuchillo,

que va mi corazón dentro.

Otro lo de:

Hermosa deidad, no llores,

de mi amor no tomes quejas,

que es propio de las abejas

picar donde encuentran flores.

El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Una recogía la pandereta, y volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba a compás diestra y donosamente. Aquél con las palmas sostenía la medida, y, según costumbre, ganábase, para después del baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban. -¡Orza! ¡orza! (decía el uno) de este lado, ¡bergantín empavesado! Otro, al ver y gozarse de un movimiento picante, en una actitud de desenfado: -¡zas, puñalada; rechiquetita, pero bien dada! De una parte exclamaban, pidiendo nuevas mudanzas: ¡Máteme Vm. la curiana! ¡Hágame Vm. el bien parado!; de otra, queriendo llevar el baile a la última raya del desenfado: -¡Eche Vm. más ajo al pique! ¡movimientos y más movimientos!… ¡Quién podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por todas partes, y se derraman a manos llenas y perdidamente!!!

Después de esta escena tan viva, cantó el Fillo y cantó María de las Nieves las tonadas sevillanas; se bailaron seguidillas y caleseras, y Juan de Dios entonó el Polo Tobalo, acompañándole al final, y como en coro, los demás cantadores y cantadoras, cosa por cierto que no cede en efecto músico a las mejores combinaciones armónicas del maestro más famoso. Después de esta ópera, toda española y andaluza, me retiré pesaroso por no haber podido oír los romances de Roldán y de Gerineldos, pues el tiempo había huido más rápidamente que lo que yo quisiera.

Alguno de los del festejos, que por más cortesía quiso venir en mi compaña y conserva, entendiendo mi curiosidad, que para ellos era una nueva obligación por ver la importancia que yo daba a tales cosas, me dijo con desenfado noble y con parla de la tierra:

-Padrino, no tome desabrimiento por tal niñería; puesto que el romance de Gerineldos lo sé de coro, y ya que no con discante y gorjeos, al menos se lo iré relatando al son y compás del pasitrote que llevamos.

-Que me place-dije ansiosamente a mi acompañante.

-Pues óigame, padrinito mío, -me respondió con agrado. Y así comenzó a relatar:

Romance Gerineldos

-Gerineldos, Gerineldos,

mi camarero pulido,

¡quién te tuviera esta noche

tres horas a mi servicio!

-Como soy vuestro criado,

señora, burláis conmigo.

-No me burlo, Gerineldos,

que de veras te lo digo.

-¿A cuál hora, bella Infanta,

cumpliréis lo prometido?

-Entre la una y las dos,

cuando el Rey esté dormido.

Levantose Gerineldos;

abre en secreto el rastrillo,

calza sandalias de seda

para andar sin ser sentido.

Tres vueltas le da al palacio

y otras tantas al castillo.

-Abráisme, dijo, señora;

Abráisme, cuerpo garrido.

-¿Quién sois vos el caballero

que llamáis así al postigo?

-Gerineldos soy, señora;

Vuestro tan querido amigo.

Tomáralo por la mano,

a su lecho lo ha subido,

y besando y abrazando,

Gerineldos se ha dormido.

Recordado había el Rey

del sueño despavorido;

tres veces lo había llamado,

ninguna le ha respondido.

-Gerineldos, Gerineldos.

Mi camarero pulido,

si me andas en traición,

trátasme como a enemigo:

o con la Infanta dormías,

o el alcázar me has vendido.

Tomó la espada en la mano;

con gran saña va encendido;

fuérase para la cama,

donde a Gerineldos vido.

Él quisiéralo matar,

mas criole de niño.

Sacara luego la espada;

entre entrambos la ha metido,

para que al volver del sueño

catasen que el yerro ha visto.

Recordado hubo la infanta,

vio la espada y dio un suspiro.

-Recordad heis, Gerineldos,

que ya érades sentido;

que la espada de mi padre

de nuestro yerro es testigo.

Gerineldos va a su estancia,

le sale el Rey de improviso.

-¿Dónde vienes, Gerineldo,

tan mustio y descolorido?

-Del jardín vengo, señor,

de coger flores y lirios,

y la rosa más fragante

mis colores ha comido.

-Mientes, mientes, Gerineldos,

que con la Infanta has dormido;

testigo de ello mi espada:

en su filo está el castigo.

Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este nombre para envainarnos por la calle de la Mar, en donde ya fue preciso desmoronar la escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y tradiciones.

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