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Las mujeres guitarristas flamencas

A la pregunta de si ha habido y hay mujeres guitarristas se suele contestar rápidamente que no, que ninguna, pues se desconocen, por regla general, nombres de mujeres que hayan contribuido con su toque a la evolución de la guitarra flamenca. Por María Jesús Castro, profesora de Historia del Flamenco. Conservatorio Superior de Música del Liceu  de Barcelona. Foto: Laura González

Sin embargo, las fuentes desmienten esa afirmación tan categórica, ya que la presencia femenina a lo largo de la historia de la guitarra flamenca ha sido más constante de lo que a simple vista parece. Otra cosa es que no haya sido objeto de atención por parte de los investigadores y, por lo tanto, su actividad artística no ha sido documentada y anotada, siendo su aportación relegada de la historiografía guitarrística al uso. No es que no haya, es que no se les ve, que no es lo mismo, convirtiéndose en invisibles al conjunto de la comunidad flamenca.

Los motivos del porqué de esta ausencia son de diversa índole y se podrían resumir en dos: la cultura patriarcal y la profesionalización. Ambos tienen que ver con las estructuras de poder y liderazgo, la conciliación familiar y laboral, la dicotomía de los espacios privados/públicos representativos de lo femenino/lo masculino, respectivamente, o la creación y la superación de los estereotipos de género en la elección de un instrumento musical.

Entonces, una historia de la guitarra flamenca también debería incluir a las mujeres guitarristas que aportaron una manera diferente de entender el toque y esta Nueva Historia de la Guitarra Flamenca daría inicio a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX, periodo en el que se tiene constancia de un gran número de mujeres que cantaban y/o bailaban acompañándose a sí mismas a la guitarra.

Amparo Álvarez «La Campanera», Josefa Moreno «La Antequerana», Dolores la de la Huerta, Trinidad Huertas «La Cuenca», Ana Amaya Molina «Anilla la de Ronda», Teresita España, Merced Fernández Vargas «La Serneta» o Adela Cubas son, entre otras, algunas de las mujeres flamencas de la época que se acompañaban a la guitarra y de quienes las crónicas recogen sus actuaciones.

Estas primeras mujeres guitarristas flamencas actuaron en academias de bailes, teatros y cafés cantantes, compartiendo los mismos espacios con sus compañeros varones, ya que los numerosos contextos de entretenimiento que en este período abrieron sus puertas, para divertir tanto a una clase social pudiente como popular, favorecieron las actuaciones de las mujeres instrumentistas, junto a las bailaoras y cantaoras, interpretando principalmente un repertorio de canciones andaluzas y canciones populares, aunque también consta que algunas de ellas sabían tocar estilos flamencos como soleares, siguiriyas o malagueñas.

Junto a Adela Cubas, de quien se tiene abundante documentación, destacó Teresita España como tocaora y fue de las primeras mujeres guitarristas que llegó a grabar en las décadas de los 10 y 20 del siglo XX en cilindros de cera, acompañándose ella misma al cante por bulerías y en unas sevillanas, con un uso del pulgar y de los rasgueos según un toque antiguo, muy similar al de muchos de los guitarristas coetáneos. Cantaora, tocaora y cancionista, por su ambivalencia entre las variedades y el flamenco, llamó la atención de las crónicas periodísticas que destacaron que, junto a «su exquisito arte en el cuplé, realzado por su belleza y gracia natural de las hijas de Andalucía, hay que agregar su maestría tocando la guitarra y sus portentosas facultades en el arte jondo» («La Correspondencia de España», 21 julio 1922).

Un segundo período coincide con una mayor profesionalización de la guitarra flamenca impulsada, sobre todo, por las grabaciones discográficas, tanto de acompañamiento como de concierto, y el paso del cilindro de cera y el disco monofacial al disco de vinilo y el magnetófono, gracias a la mejora de los sistemas de grabación del sonido. Estos avances tecnológicos propiciaron una manera de entender el toque y configuraron un canon guitarrístico flamenco, mediante una estética muy masculinizada, y que, a su vez, construyó un buen número de prejuicios en torno a la figura de la mujer guitarrista. Todo ello, junto con las condiciones socio-políticas de mediados y de la segunda mitad del siglo XX, que limitó el acceso al mundo laboral y público de la mujer, hizo que la presencia guitarrística femenina disminuyera notablemente a partir de la década de los 30.

Pese a estas circunstancias, mujeres como Matilde Cuervas, Isabel Borrull, Victoria de Miguel o Matilde Rossy hicieron sus carreras artísticas en solitario o junto a sus parejas y familiares —Matilde Cuervas junto a su marido, Emili Pujol; Isabel Borrull junto a su padre, Miguel Borrull, y hermanos, Lola, Concha y Miguel Borrull hijo, y Victoria de Miguel junto a su compañero, Pedro Sánchez «El Canario de Madrid»— e interpretaron un toque de acompañamiento y de concierto, ya que, a diferencia de la anterior generación, estas mujeres guitarristas aprendieron el toque clásico a través de grandes guitarristas, como Tárrega —Isabel Borrull—, Emili Pujol —Matilde Cuervas— o Andrés Segovia —Victoria de Miguel—, teniendo conocimientos tanto del repertorio y técnica de la guitarra clásica como de la guitarra flamenca.

Sin embargo, y pese a su nivel, ninguna de ellas llegó a grabar en discos, distanciándose del mercado discográfico del momento, tan importante para la difusión del toque flamenco y la creación de modelos de referencia femeninos en el flamenco. Tampoco publicaron manuales ni métodos de guitarra, y tuvo que ser Anita Sheer, alumna de Carlos Montoya, en los Estados Unidos la que se convirtiera en la primera mujer guitarrista que grabó obras de concierto y editó manuales pedagógicos de la guitarra flamenca, en los años 60, en un proceso similar a las ediciones de las obras de guitarristas flamencos en el extranjero del mismo periodo, como Sabicas o Esteban de Sanlúcar. Junto a Anita Sheer, Sarita Heredia y Paquita Pérez también hicieron su trayectoria como guitarristas fuera de nuestras fronteras.

Mientras, en España, no fue hasta los años 70 cuando una primera mujer guitarrista grabó en disco, Mercedes Rodríguez, junto al también guitarrista Antonio Perea. Otras mujeres guitarristas de la misma época que tuvieron una presencia activa, herederas a su vez de las principales figuras masculinas del toque, fueron Enriqueta Velázquez, alumna de El Niño Ricardo; Francisca Cano «Paqui», discípula de Serranito, o Salvadora Galán, seguidora del toque de Enrique Montoya y Juan Doblones.

 

En la actualidad, algunas mujeres guitarristas se han introducido en los centros docentes de flamenco, a imitación de sus homólogas clásicas, en  conservatorios y escuelas de música, como María José Domínguez en Sevilla, Laura González en Jaén, Celia Morales en Ronda (Málaga) o Davinia Ballesteros en Cádiz. Pocas se dedican de lleno al acompañamiento y al concertismo profesional, según el flamenco tradicional, como Antonia Jiménez, que es su mejor representación. Y la mayoría decide expresar su musicalidad a través de diversas formaciones, a veces más inscritas en el Posmodernismo flamenco, como Noa Drezner, Isabelle Laudenbach,  Bettina Flater, Carolina Planté o Afra Rubino.

Laura Gonzalez

Aún así, pese a la contribución real de todas las mujeres tocaoras citadas, y de muchas más, se sigue sin darles el lugar que les corresponde. Y las nuevas generaciones, que acceden con una mayor facilidad a una autoproducción discográfica y una autopromoción a través de las redes sociales, siguen sin tener una presencia activa en la historiografía del flamenco y son pocas las que reivindican su sitio de una manera combativa.

 

Pero, en contra de todo pronóstico, se intuyen nuevos tiempos, nuevas propuestas musicales que reivindicarán, a su vez, nuevos análisis desde la perspectiva musical de género que dejarán constancia de la aportación de la mujer al toque flamenco y, con una mirada en femenino, replantear los roles estereotipados de la guitarra flamenca, para romper primero con las «barreras de cristal» y, después, con el techo.

 

 

 

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