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«Pintaores», el arte de dibujar el quejío inimitable

La palabra le llegó lejos de España. Estaba en Holanda, era el día de su cumpleaños. Tras las celebraciones, le sacaron un lienzo. Le cantaron por bulerías, dio una pataíta y trazó una pincelada. Después, la bailaora Carmen Buitenhuis, le dijo: “Tú no eres pintor, eres pintaor”, le halagó. “Nunca había oído esa palabra”, le contestó Patricio Hidalgo. “Como es tu cumpleaños, te la regalo”, le dijo ella. El nombre de su oficio le llegaba ya tras años de experiencia, pero la pintura y el flamenco siempre habían estado en la vida de Patricio.  Texto por Lucia Ramos. Dibujo de portada de José Menese por Patricio Hidalgo.

 

Dibujo de Patricio Hidalgo

Se crió en la Ibiza no lujosa de los 80 y los 90. Su padre, sevillano, era tocaor, y se encontraban con los artistas y andaluces que pasaban por la isla. “Estaban nostálgicos y montaban juergas, fiestas interminables, gente de Morón, de La Puebla, hasta Bambino pasó por ahí”. Ahí Patricio era chiquillo y ya pintaba “como todo niño, por naturaleza”, y ya pasaba tiempo en el pueblo de su padre, La Puebla de Cazalla. Allí existió, desde 1951 hasta 2020, el Café Central, en la plaza del Ayuntamiento, templo jondo donde se concentró el cante de este pueblo (Manuel Gerena, La Niña de la Puebla, Miguel Vargas, José Menese) al calor del arte y simpatía de su gerente, Fernando Guerrero.

En el Central encontró Patricio su fuente primaria de inspiración y ‘Fernando el del Central’, cantaor no profesional, quedó retratado en su archivo. En blanco y negro, como es habitual en las pinturas flamencas de Patricio, Fernando entona una soleá y en el tabernero se intuye el disfrute de practicar el arte sin remuneración, los tirantes sujetando la panza, los ojos cerrados tras unas gafas cuadradas, el puño cerrado sobre la mesa que después se extiende (sospechamos) para rematar. Al cuadro le acompañan unos versos: “Mira que yo no me creo / naíta de lo que tú publicas / que preicá y repartir trigo / son dos cositas distintas”. Soleá de la Serneta.

Patricio, explica, persigue con su pintura dar con el gesto identitario, la mueca inimitable de cada flamenco al que se enfrenta desde su caballete. “Trabajo mucho, mucho, hasta que me sale un dibujo que pienso: es inconfundible, aquí está el quejío de Camarón, de Menese, el baile de Carmen Amaya. Porque cada uno aporta su personalidad al flamenco”, cuenta el pintor. A Menese le pudo ver muchas veces de tú a tú en las veladas en El Central. “Tenía un vozarrón y un corazón enorme”, asegura. Y de él consiguió atrapar una manera singular de colocar la boca al emitir la voz, un pico como de pajarillo que sin embargo tronaba con el caudal más rancio y bello del cante de La Puebla. Patricio ha conseguido asir con pocos trazos, a veces solo una sencilla silueta, el cante de Menese (cuadro que fue portada del documental sobre el artista), pero también la cara ancha y lastimosa cuando cantaba Camarón, los ojos cerrados de paz y concentración cuando tocaba Paco de Lucía, la mirada cándida de La Niña de los Peines o el brío de los brazos de Tía Juana la del Pipa. O incluso el rostro de Don Quijote erudito de Francisco Moreno Galván, poeta autor de muchas de las letras (eminentemente sociales y comprometidas) que cantó Menese.

Más al este de La Puebla, en una Andalucía con muchos menos pisos turísticos que ahora, encontró su comunión con el flamenco la vallisoletana Neila Pascual, otra de las pintoras contemporáneas que ha retratado tablaos y artistas en los últimos años. Llegó a Granada al acabar la carrera para buscarse la vida, y su vecina bailaora le invitó al tablao donde trabajaba para que pintara. El tablao era Jardines de Zoraya, en el Albaicín. “Vente cuando quieras y te pones a pintar aquí”, le dijo Michelle, el dueño, y empezó a pasar dos horas cada tarde pintando en el tablao. “Ahí empezó todo lo del flamenco”, cuenta con el poquito de acento gaditano que se le ha pegado desde Vejer de la Frontera, su hogar actual. “El flamenco me transmite un montón y me da un impulso de querer pintar, que muchas veces es lo que necesitas, que algo te inspire tanto que necesites participar en eso, y como no sé cantar ni bailar, es mi manera de meterme en eso que se crea”, relata.

Dibujo de Neila Pascual

En el tablao, “hacía muchos bocetos rápidos para intentar captar el movimiento y en casa, sobre la mancha, me ponía a inventar las figuras, con todo ese movimiento que había estado viendo y tenía ya un poco interiorizado”, cuenta. De aquellas tardes en el tablao quedaron retratados Luis de Luis y Esther Marín, bailaores, y de las juergas y la vida flamenca en la que se vio envuelta en el Sacromonte, pintó una decena de cuadros en los que priman las mujeres, con muecas exageradas, mantones coloridos, picos de lunares, troncos generosos, patas de palillo y ceños fruncidos. Todo un imaginario con sello propio que empezó a vender en su calle en forma de postales.

De ahí pasó al Paseo de los Tristes, y para evitar que la policía le multara por comerciar en la vía pública, fundó la Asociación Granada Pinta Bien, con la que empezó a montar mercadillos. Quince años después tiene tres tiendas propias (Vejer, Zahara de los Atunes, Tarifa, y otras dos en  franquicia en Lisboa y en Jerez), y muchos más artistas retratados: Lola Flores, Pedro el Granaíno, Capullo de Jerez, Lole y Manuel, Rancapino Chico, Manuela Carrasco, Tomatito… A los artistas que no puede ver en directo, igual que Patricio Hidalgo, los estudia a través de vídeos y fotos hasta dar con la composición que le convence. “No es tanto plasmar a la persona exactamente, me gusta deformar y exagerar un poco. Hay gente que me encanta porque su apariencia ya es muy impactante, como Raquel la Repompilla de Málaga. Hay chavalas monísimas que bailan súper bien, pero a nivel pintura no me dicen nada. Lo que más me gusta es una gitana vieja bailando”, cuenta.

Más lejos aún, en la India, fue a encontrarse con lo jondo el pintor Iván Lucas. Al sur, en la región de Kerala, tenía el toledano su estudio de pintura. Su contacto con el flamenco era más bien anecdótico: una bailaora sevillana le había enseñado el álbum Omega, que le había acompañado durante su viaje a China. Pero a Kerala, a través de unos amigos, fue a parar uno de los organizadores del Festival de Cante de las Minas. Decidieron montar un festival en el norte del país, en la ciudad azul de Jodhpur. De esta zona, del norte de la India, según los estudiosos, provienen los gitanos que llegaron a España en el siglo XV. Iván, que ya había hecho sus primeras incursiones en la pintura de espectáculos en vivo, acudió al festival con sus pinceles. “Fue increíble la sinergia que se creó allí, con artistas gitanos de allí y flamencos llegados de España como Karen Lugo [bailaora mexicana asentada en Barcelona]”, cuenta Iván.

Dibujo de Iván Lucas

“Yo creo que nunca había visto un espectáculo en vivo de flamenco. Yo había pintado jazz, que me gusta mucho precisamente por esa comunicación. Me fascinó lo que ocurría entre el baile, el toque y las palmas. Y lo fascinante fue que esa misma ola de comunicación que había entre ellos sentí que llegaba a mi mano. Y que mi mano empezaba a pintar y a jugar con aquello de una manera muy natural. Recuerdo que en ese momento tuve ese sueño: yo quiero llevar la pintura al arte flamenco”, recuerda el artista plástico.

Aquella experiencia, y la lectura de Teoría y juego del duende, le han llevado a vincular su trabajo con el flamenco en los últimos diez años: pintó desde las bambalinas del Teatro Real a la bailaora Yolanda Osuna, con la que ha seguido colaborando en propuestas ligadas al arte visual más allá de la pintura en sentido estricto: un espectáculo en el que unos sensores en los brazos de la bailaora permiten observar una proyección interactiva a partir del movimiento, o una performance en la que la artista baila sobre un lienzo de 25 metros cuadrados mientras Iván pinta el cuerpo y el lienzo siguiendo una música en directo.

“Ahora tengo la suerte y el privilegio de ir cada semana a al menos dos o tres espectáculos de flamenco y de jazz”, cuenta Iván. El resultado son decenas de escenas flamencas de colores chillones, en los que resaltan el amarillo vívido de la luz y el rojo pasión de los trajes de las bailaoras. Secuencias inmortalizadas donde se aprecia eso que pasa en los tablaos y difícilmente se puede explicar con palabras, pero que algunos consiguen reflejar con pinceles.

El costumbrismo español y lo flamenco, sobra decir, ha inspirado a pintores desde hace décadas. El retrato de la mujer flamenca tiene el nombre de Julio Romero de Torres, y especialmente de su Chiquita piconera. Y sus cuadros flamencos (La Niña de los Peines, Cante Hondo, La consagración de la copla donde aparece la bailaora Pastora Imperio o Alegrías, retrato de la bailaora Julia Borrull), de principios de siglo XX, fueron pioneros en esta disciplina. Un siglo después continúa esa senda Iván Floro y sus 15 cuadros para las escaleras del tablao Flamenco de Leones de Madrid, o Isabel Mirallas ‘La Ruman’ y la domesticidad cañí de sus pinturas. Otros han tenido relación con el flamenco sin retratarlo directamente, como Miquel Barceló y su icónica portada del disco Potro de rabia y miel, o el tocaor Tomás Lorenzo, que pinta mientras se escucha a sí mismo acompañando a cantaores de su gusto.

Diferentes enfoques de quienes quieren acercarse a lo jondo desde su arte, desde lo que saben hacer o quieren aprender a hacer: “Pasé varios meses planteándome cómo lo hago, porque creo que realmente es algo que no me pertenece, sino que me atraviesa”, resume Iván sobre su proceso. “No soy un experto, sino que algo nos une de una manera muy fuerte. Y es eso: nos atraviesa el duende”.

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