La noche madrileña recibía un septiembre más su ya anual cita con el flamenco a través de un festival que, con el tiempo, guarda cada vez más prestigio. Jóvenes flamencos se reunían con una especial emoción por poder formar parte de la cartelera de la gran Suma Flamenca Joven, celebrada en los escenarios de Teatros del Canal. Por Natalia del Buey. Foto de LucíaLa Bronce por @Pablo Lorente
Y aunque cada año el equipo del proyecto no duda en superar el talento escogido, siempre nos sorprende con nuevos sonidos atrapados, nuevas voces escondidas y nuevos taconeos que sentir.
En esta ocasión, disfrutaban de su experiencia en el Festival tres artistas que, gracias a un indudable trabajo nos dejaban descubrir al público el arte de hacer flamenco tratando de presumir de su marca de identidad.
Comenzaba la velada una guitarra solitaria que se bastaba de su sencillez para llenar todo el eco de un gran escenario. Una guitarra que comenzaba cantando, sin prejuicios, con voz fuerte pero delicada, gracias a las manos de su tocaor, Antonio González, que la hacía sentir acompañada. Es en el arte de lo sencillo donde se descubren los matices del flamenco que, por desgracia, solo saben disfrutar los que saben escuchar; otro arte también algo perdido hoy en día. Rescatando el sonido de una rondeña, palo especialmente sensible en su manera de interpretarse, el sonido de aquella guitarra solitaria producía la paz que genera un rato de silencio interior. Silencio que pronto se convertía en una ruidosa bulería, que, a pesar de su protagonismo evidente, no dejaba atrás la máxima de respetar el arte de lo sencillo.
A continuación, el segundo elemento del flamenco: el cante. Expuesto sobre una voz temblorosa, dulce y emocionada por recordar cada imagen de aquella primera vez en la gran capital flamenca. Una voz que, sacada desde su timidez, dejaba que su cantaor, Morenito hijo, practicara el arte de recordar. Una letra por zambras cantada junto a su guitarrista, Ismael Rueda, imaginaba el rostro sonoro del gran Manolo Caracol. Con emoción, aquella voz de corazón flamenco llevaba al público a su tierra, acompañado de las luces verdosas que recordaban al mar de Cádiz. El mar de La Perla, con una letra que, como una poesía, recitaba al inmenso tesoro del cante, sus ancestros. Así, entendiendo el valor de aquellos nombres, Morenito ponía en valor lo que era el arte de recordar.
Y como un broche de oro, el genio del taconeo cerraba el espectáculo. Componiendo sus pasos sobre una estética trabajada, creativa y con un hilo conductor que acompañaban al cante Inma la Carbonera y Manuel Pajares, al toque Daniel Mejia «El Carqui» y a la percusión Andrej Vujicic. Llenando el escenario con su presencia, Lucía la Bronce demostraba con sabiduría el significado del arte de crear. A través de un baile que no sería nada sin el movimiento de sus volantes, que sólo podría contar sobre el mar a través de su cola de espuma y que únicamente exploraba una creación pura, plena y perfecta, que dejaba al público ovacionando una y otra vez.
La noche madrileña se despedía entre oles de tres grandes artistas que, todavía en sus inicios, pasaron a formar parte de la historia de este importante festival. Aprendiendo a contar a través del arte de hacer flamenco.