El covid vino a enseñarnos varias cosas. Una de ellas es lo poco que valoramos a nuestros propios talentos, al mosaico de culturas del que somos hijos y representantes activos. Lo supo en su momento Paco de Lucía, pilar de toda una nueva generación de guitarristas y artistas flamencos; o José Mercé, que diera el salto definitivo a los grandes escenarios de la mano de Vicente Amigo; o el Cigala, que triunfa en el mundo entero hermanando géneros y culturas con magia y talento. Por Maximiliano J. Benítez. En la foto, la bailaora Adriana Bilbao
Elegí para encabezar el texto que viene a continuación, parafrasear El amor en los tiempos del cólera, el título de la novela del gran García Márquez. Probablemente por el carácter simbólico de su final: los destinos de Fermina y Florentino que, cincuenta años después de conocerse, hallan a bordo de un barco obligado a navegar indefinidamente por un brote de cólera, la posibilidad de perpetuar, quizás por el resto de sus vidas, el amor que las tribulaciones truncaran en su juventud. Para mí fue una metáfora perfecta para hablar de la situación del flamenco en tiempos de pandemia; la percepción que se tiene actualmente de este noble arte y, especialmente, del futuro, siempre prometedor, como los primeros rayos de sol de un amanecer.
Jamás fue tan fácil hablar de flamenco (o de cualquier otro género o actividad) como en estos tiempos, puesto que el tiempo relativiza y cosifica cualquier emprendimiento, por profundo e inabarcable que sea, dejando en manos de la muchedumbre virtual la capacidad de encumbrar o dinamitar (o peor aún: de ignorar) la carrera o el oficio de quien se ponga a tiro. Pero al mismo tiempo, nunca fue tan difícil emitir un juicio de valores que no sea vituperado u olvidado de la misma manera que abrimos o cerramos una página en internet.
A veces creo que en España nos cuesta mucho quitarnos los prejuicios de encima, esa mochila que no siempre expresa la verdadera personalidad, sino que, por reflejo, asume como válidos con indolente impostura, esa cultura de rebaño tan propia de este siglo. Porque nos cuesta asimilar los cambios, el cruce de generaciones, reconocer el talento contemporáneo a la sombra de los próceres como Paco de Lucía, Morente o Camarón de la isla. Los extranjeros visitan asiduamente la península, ávidos de experimentar sensaciones que les alejen de sus fronteras, de sus rutinas, y les sumerjan, durante unos minutos, en la naturaleza primigenia hecha música: desde el desgarro en la garganta del cantaor al despliegue de belleza y carácter de la bailaora, secundados en el cuadro por los acordes de los tantos virtuosos que adornan con sus guitarras las actuaciones sobre el escenario. Y sin embargo, para una parte del público local, el flamenco es una especie de resabio de otros tiempos, casi una pose afectada.
Pero tampoco debemos preocuparnos. Sucedió con el blues, cuando dejó las plantaciones de algodón y llegó a las ciudades, a otros públicos, a otros músicos que decidieron darle una vuelta al esquema de expresión y nutrirlo, enriquecerlo con nuevos sonidos, con otras líricas; o con el tango, en Argentina, cuando apareció un señor llamado Astor Piazzolla que derribó los muros de un género tradicional sin perder de vista su estructura, pero que tuvo que ser primeramente aplaudido en Francia para recibir el halago y el reconocimiento de sus propios paisanos.
El covid vino a enseñarnos varias cosas. Una de ellas es lo poco que valoramos a nuestros propios talentos, al mosaico de culturas del que somos hijos y representantes activos. Lo supo en su momento Paco de Lucía, pilar de toda una nueva generación de guitarristas y artistas flamencos; o José Mercé, que diera el salto definitivo a los grandes escenarios de la mano de Vicente Amigo; o el Cigala, que triunfa en el mundo entero hermanando géneros y culturas con magia y talento. ¿Y qué decir de Tomatito? Un baluarte incombustible, el heredero natural de Paco de Lucía, de su legado. La pandemia también nos mostró la cruda realidad de muchos de los tablaos flamencos que, sin el aliciente del turismo ni la presencia de espectadores, languidecieron (y esto aún no acaba) hasta tristemente desaparecer.
No obstante, con todos estos obstáculos por el camino, aún hay esperanza, no solo de subsistir, sino de ofrecer algo nuevo. La bailaora y coreógrafa Adriana Bilbao, siempre embarcada en proyectos que aúnan distintas expresiones artísticas vertebradas por el flamenco, nos dice que “cada uno hace su camino buscándose a sí mismo, su verdad, su personalidad…” y luego, concluye: “…a la hora de bailar la tradición no hay que perderla, la esencia tiene que estar, aunque no se vea, porque es la tradición la que te ha llevado ahí, es el pilar”. También Gabriel Matías, ganador del Concurso Internacional de baile Flamenco Puro, de Jerez, en la categoría de Mejor solista profesional 2019; o del premio de la fundación AISGE 2021, en su certamen de danza española y flamenco de Madrid, entre otros premios, advierte “que hay una oleada de nuevos talentos, auténticos prodigios que, si enfocan ese potencial, pueden llegar muy lejos”. Yo añadiría que, además de alentar y promover desde las mismas academias, lo que necesitamos es el apoyo real desde los medios de comunicación, a nivel nacional, en la tertulia matutina de las radios, de los programas de televisión que repasan la actualidad, en la prensa digital. No necesitamos que alguien triunfe fuera de nuestras fronteras para reconocer su valía, porque somos conocedores del semillero de artistas, pero también de las limitaciones del sector. A lo mejor esos nuevos genios ya están entre nosotros, pero no somos capaces de verlos.
Foto Gabriel Matías, por @LucreciaDiaz
Puede que, como el barco en el final de la novela de García Márquez, el destino del flamenco sea navegar eternamente, inmune a los cambios y a los ciclos del mundo, a su devenir; y que, como la respuesta que le diera Florentino al capitán del barco, acerca de cuánto tiempo podrán estar navegando sin pisar tierra, veamos, con ilusión renovada, libres de estigmas y prejuicios, el nacimiento de esas nuevas glorias que aguardan, con el corazón encogido y a solo un taconeo de la libertad, la comunión de almas, la pasión sin artificios, la verdad hecha compás, la reinterpretación de la misma historia, de un mismo sentimiento. Porque en tiempos de pandemia y encapsulamiento, la clave no está en la pregunta del capitán “¿cuánto aguantaremos?”, sino en la respuesta de Florentino: Toda la vida.