Igual que en otros sectores en los que las burbujas fueron explotando, el flamenco va cogiendo aire y creciendo como si fuera una multinacional de lo jondo. Por los aeropuertos más internacionales, nuestros flamencos pasean su palmito. Por Juan José Leonor González
Cantaores y cantaoras, bailaores y bailaoras, guitarristas, palmeros, hacen su paseíllo por los teatros más prestigiosos del mundo, dejando claro que nuestro país es el paraíso exótico que todos desean conocer.
Mujeres de tronío, derramando sal y erotismo; bailaores de raza, demostrando que ser valiente sobre las tablas es una forma de torear la vida con arte y desplante. Cante, baile y toque dejan en el recuerdo esas tardes soleadas bajo una higuera, soñando con bandoleros y el secuestro de la amada.
Los Festivales Flamencos se suceden durante todo el año, en el caso de Estadios Unidos y Canadá van hasta el próximo 24 de marzo: Miami, New York, Boston, Atlanta, Montreal, Los Ángeles, San Francisco, Irvine, Portland o Montreal; Alburquerque, con festival propio; Londres, ya una tradición; y qué decir de Japón, Ámsterdam, Nîmes… con una afición fiel a este arte desde hace décadas. En Tokio o Moscú, las escuelas de baile superan prácticamente a las que existen en España, una afición cercana a la voracidad artística, ¿qué flamenco que se precie no ha dado una master class en cualquiera de estos lugares?
Aunque vivimos un tsunami flamenco, si retrocedemos tan solo unos años, pongamos treinta, y pensamos en el flamenco que en esa época de la peseta teníamos y conocíamos, podemos ver cómo entonces el flamenco estaba despuntando con un brillante Camarón de la Isla y el único Paco de Lucía, quienes lo sacaron de las tinieblas de sombríos tablaos, por no decir del humo de los puros -que se fumaban los señoritos-, y lo llevaron a teatros en los que nunca el flamenco había tenido presencia: el Álbeniz, el Monumental o el Palacio de los Deportes, todos ellos en Madrid y a rebosar con multitud de familias gitanas derrochando fe en su hijo predilecto (Camarón).
Anteriormente tuvimos héroes flamencos que hicieron las américas y, con su oferta siempre tentadora de “vive como quieras”, optaron por tirarse largas temporadas dándole lo suyo a los yanquis. Sabicas no quiso renunciar a vivir como un marqués en su New York y lucir en sus dedos los anillos que le trajeron la suerte; Carmen Amaya supo mantener las distancias y chafó los ímpetus americanos de quedársela. Sólo a una mujer que asa sardinas en la habitación del hotel se la puede admirar tanto.
En estos momentos podemos asegurar que una nueva era flamenca es nuestra. El nivel de nuestros artistas flamencos es tal, en todos los aspectos, que no hay en el mundo músico o bailarín de otras especialidades que hagan asco a poder inspirarse, tocar o bailar con nuestros flamencos.
Todos quieren acercarse al fuego del flamenco. Y al contrario también, flamencos que aflamencan todo lo que bailan, tocan o hablan. Tan sólo nos falta amarlo aquí tanto como lo hacen fuera, tenemos tanto y tan bueno que no nos lo creemos. Prestemos atención a figuras que no son las más mediáticas pero sí las que mantienen el flamenco vivo, están por todos los lugares, en los tablaos, en las peñas flamencas, en los locales de actuaciones, en los teatros…
Aunque vivimos una fase facilona del flamenco, con mucho cartel repetitivo, todo hecho y “mascaíto pa entenderlo”, no debemos olvidar que para aficionarse de verdad el flamenco requiere un esfuerzo y no hace falta ser muy listo para abrirse el pecho, digo la camisa, y decir “¡soy flamenco, ole!”. O no.