Un pequeño espacio oscuro. El humo ahogante entre las paredes encerradas. Una vieja abadía con los espíritus de quienes, en su tiempo, dieron voz a las palabras, al unísono, como una misma. Junto a palmas fundidas entre golpes acompasados. Armónicas. Rítmicas. Siguiendo la voz principal del espíritu de una madera de forma redondeada. Una guitarra que juega con sus voces, prisioneras de sus melodías, con la sonrisa malévola de quien experimenta sobrepasando los límites humanos. Es Yerai Cortés. Por Natalia del Buey. Foto @PabloLorente
Desde Levante, las manos de un ya conocidísimo Yerai Cortés tararean los acordes de un flamenco profundo y libre con cierta dulzura, en búsqueda de nuevos sonidos, algo oscuros, misteriosos, escapando de la tradición pero regresando continuamente a ella. Un primer plano hipnotiza al público en la escucha de un toque suave y limpio que canta transmitiendo la misma sensación que una canción de cuna. Un público silencioso se deja llevar por sus emociones, algunos rompiendo ese silencio entre jaleos, otros cerrando los ojos para escuchar con el corazón. Y de pronto, aparece ella. La voz de las seis cuerdas toma su protagonismo en el cuerpo y los labios de seis mujeres. Como fantasmas blanquecinos entre las sombras de un espacio casi diáfano grita desde lo profundo. Las letras de los viejos cantes populares algo transformados. Con fuerza. Repitiéndose una y otra vez. Seis bocas pronunciando una única voz. La guitarra de Yerai disfruta con ellas, incluso se toma en ocasiones el atrevimiento de corretear entre sus notas. Pero entonces todo vuelve a su lugar. La voz del espíritu de madera hipnotiza de nuevo a sus víctimas, ahora esas voces femeninas, corales, que la siguen como imanes con sus miradas oscuras, con sus posturas rectas, con la breve libertad de un segundo donde el silencio del flamenco las permite alabar a su guitarrista.
Y el juego vuelve a empezar. La voz de las seis cuerdas se desbloquea y grita. Entre palmas rápidas, fugaces y dolorosas. Entre el taconeo rítmico de sus piernas. Entre el llanto expresado en el quejío profundo y perfecto de una voz compuesta por seis bocas como si fueran una. Se colocan en círculo, como en alabanza al gran Yerai que porta su instrumento contra el patio de butacas, con desparpajo, iluminado por un foco que nace de lo alto, alzando hasta el cielo sus notas flamencas. La voz de su experimento se hipnotiza, siguiendo el mismo patrón. Y se rompe de nuevo. Y se hipnotiza. Y se rompe. Hasta formar una gran fiesta entre palmas, taconeos, gritos, letras, falsetas, ritmos, compases, acordes.
Entonces la voz de madera calla, la fiesta termina, las palmas y los taconeos duermen, las letras no siguen. La magia se rompe. Y el público hipnotizado vuelve a sus vidas. Desubicado por la impresión de lo que acaban de vivir. Y con la inercia de levantarse del asiento, seguramente saliente del interior, todos aplauden. De algún modo con cierto compás. También jaleando de manera coral a todas las voces del escenario. Y Yerai sonríe con su guitarra. De nuevo con la sonrisa malévola de quien sabe que está experimentando algo fuera de lo humano. Orgulloso. Y la voz de las seis cuerdas, todavía sumisa en el hechizo, comienza a cantar. Como un rito de despedida. Marchando acompasada con los cuerpos de las mujeres. Viendo el resultado de su gran experimento: el de convertir varias voces en una misma, el de cantar a través de las cuerdas, el de expandir los límites del flamenco; formando así el sonido novedoso de una Guitarra Coral.