Todos estamos hechos de luceros. De momentos, experiencias, vivencias, que con su mayor o menor luz han iluminado nuestro camino. Luceros como el agua, luceros como el día. Luceros que, entre la oscuridad, se dejan ver como puntiagudos halos de luz. Luceros que transforman, luceros cambiantes. Pero luceros que, en realidad, construyen nuestra historia convirtiéndonos en almas que brillan. Por Natalia del Buey
Todos, sin embargo, tenemos un lucero que reluce más que ninguno. Que ha dado la vuelta al cielo de nuestro interior. Y nadie mejor que nosotros mismos puede contar su historia. La pasada tarde de octubre Lucía Campillo, quien es en sí misma expresión de luz, como indica su nombre, quiso contar la suya. Una historia con nombre y apellidos, de voz entrecortada y dulce, todavía construyéndose.
Sobre el escenario oscuro apareció ella, de un azul de vida que recordaba a los elementos. A un cielo limpio, todavía virgen, que se presenta ante nuestros ojos horas después de haber amanecido. Entonces Lucía baila, motivada por los estímulos de una voz y seis cuerdas que hacen palpitar a su lucero del alma, el de la alegría, el de la conformidad vital. El lucero que decía sentirse plenamente completo, reflexiona. Se queda solo ante la inmensidad de un espacio oscuro y vacío, y se deja llevar por la inercia de una metamorfosis desconocida. El cuerpo azul continúa en su gama, pero comienza a desprenderse de una parte de sí, dejando de algún modo a su lucero desnudo y vulnerable. El chapoteo del agua guía los movimientos del cuerpo de Lucía, un cuerpo cuya luz parece estar cambiando. Siente dolor, porque el lucero que intenta salir de si viene con mucha fuerza, y repta en busca de más luz, escuchando el agua, tratando de encontrar ese algo que le permita saciarse. Y, al fin, sale. Se deja ver poco a poco.
La primera Lucía ya no está presente. Solo queda de ella un recuerdo escondido que resulta perdido en otra dimensión. Y su primer lucero parece haber muerto. Haberla dejado fría y dura, apagada, sin luz. El cuerpo del lucero se transforma entonces en noche. En el negro del vacío que deja desprenderse de uno mismo. Sin embargo, sutilmente, nunca deja de brillar. Su cuerpo negro construye entre sus ropas el dibujo de una constelación. Los luceros de su vida, aquellos momentos que han hecho de ella su nombre, que han ido trazando su camino. Y con fuerza, saca de sí misma los últimos suspiros de aquella transformación. Y desaparece.
Dos voces flamencas cuentan entre líneas la trama del nuevo lucero, hablando en el fondo del amor. Como una gran flor que ha nacido con la luz del cielo, un hermoso cuerpo reluce y crece entre tierra nueva. De rojo, como una rosa. De volantes, con elegancia. Un lucero que sonríe al amanecer de un nuevo día. Entre las palmas y rasgueos de un flamenco festivo. La metamorfosis termina su proceso y prepara al lucero para brillar en cualquier lugar.
Lucía, ahora, reluce. Orgullosa de añadir a la bóveda azul de su vida una nueva estrella. Un lucero pequeño que se hará grande. Un lucero que la hará encender otras luces, descubrirse. Un lucero, en definitiva, que la convertirá en un astro, que, como la luna y su luz, solo sabrá proyectar hacia otros, creando un reflejo de sí misma: una nueva vida.