Dicen que en Madrid caben todos los acentos. Especialmente en un Madrid en el que ya no viven solo gatos, sino personas con el corazón dividido entre su lugar de origen y las calles de su nueva casa. Caben los acentos que hablan. Los que suenan. Los que hacen ritmos. Y los acentos que escuchamos. Incluso los que se crean en el silencio tienen un hueco especial. Texto: Natalia del Buey. Foto: Demetria Solana
La pasada noche del 12 de octubre Madrid se puso de gala para celebrar su Hispanidad, y con ella, un cúmulo de acentos acudieron a la cita para dar comienzo a su vida. En pies y en manos. En brazos y lenguas. En nombres nuevos.
La historia de los acentos, sin embargo, no comenzó aquella noche. Es una historia que viene de siglos atrás contada por las personas que con su creatividad los han hecho crecer a través de partituras, movimientos, palabras y dibujos. Pero ayer empezaba una nueva etapa de esa historia. En el gran teatro madrileño del Canal, lugar donde caben cada noche infinidad de acentos y formas de expresarlos, se creaban por primera vez los nuevos sonidos de una tradición que no debemos nunca descuidar, la nuestra. Los acentos de España nacían con ilusión apadrinados por su importante anfitriona, Madrid y su gran Comunidad.
Buscaron, como otros acentos les habían indicado, entre las piruetas de los bailarines, llevados por la hipnótica música producida al chocar los pies contra el suelo, las manos consigo mismas o el chasquido de los dedos contra un redondo trozo de madera. Y tras meses de trabajo, por fin encontraron lo que buscaban: 20 cuerpos diferentes que bailaban al compás de una música de orquesta y de guitarras, liderados con un derroche de creatividad por el cuerpo humilde de quien ya parecía conocer el ritmo de numerosos acentos. Entraron en sus almas y viajaron por su interior hasta sentirse parte de cada movimiento de sus miembros y dieron así comienzo a la vida de su nueva historia: la del Ballet Español de la Comunidad de Madrid.
Los acentos de España, como ya conocen quienes saber leerlos y apreciarlos, tienen diferentes matices que los distinguen entre sí y guardan la memoria de los nombres que han sabido llevarlos hasta su verdadero lugar. Anoche, sin duda, aquellos nombres fueron imprescindibles para presentar el comienzo de la gran historia. Empezó tomando la mejor butaca del teatro, entre el foso de la orquesta, el espíritu infinito del maestro Albéniz. Ya en su tiempo supo impregnarse de la belleza de los acentos de nuestra tierra, aún vivos, de aquí y de allí, que hacen de nuestro país un lugar hermoso, cultural y rico en variedad. Y los acentos de España se dejaron escuchar entre las melodías de Suite Española, un gran trabajo en el que el maestro supo dar a cada acento su sonido especial. El acento de las ciudades españolas comenzó a desfilar entre los cuerpos del elenco de bailarines que les devolvía a la vida, con un guiño a cada uno de ellos. El acento de Cataluña construía orgullosa su figura más representativa, los castellers. El de Sevilla y Cádiz, con su talante andaluz, hacía eco de su presencia entre el golpe de las castañuelas. El acento de Aragón, tan popular, relucía entre un movimiento inagotable de colores acompañado del sutil sonido de sus charras, y con él, el de Asturias, movía como las olas los colores impresos en una gran capa. El acento de Castilla, madre de todos los acentos desde su antigüedad, acogía en una lucida danza los acentos de cada uno: sus figuras, sus instrumentos, sus expresiones. El acento madrileño, a pesar de no estar expresado entre las piezas, se dejaba ver entre la sutileza visual de aquellos cuerpos, posados de blanco, como las estrellas, sobre el rojo escenario que cubre el fondo de su bandera.
Terminado el desfile, los acentos, entonces emocionados por lo vivido, se reunían en un silencioso abrazo para escuchar el sonido de una dulce guitarra cubana que anunciaba la llegada del acento más nuestro: el del flamenco.
Aunque muchos lugares han tratado de descubrir cuánto de suyo tiene este acento, el flamenco anoche se despojaba de todas las teorías, sintiéndose un poco de todos, incluso de su casa madrileña, y mostraba lo mejor de sí en una hermosa Epifanía de lo flamenco. Una voz de apellido eterno rompía el silencio, dejando libre el movimiento de un cuerpo que en su oscuridad se expresaba con vida. La misma voz, ahora junto al acento de dos guitarras, exponía su forma más popular en un baile de panderos, ruidoso y fuerte, y transitaba hasta el luto de una seguiriya que se acunaba entre palos. El acento flamenco, tras ello, rompía su silencio en el zapateado del cuerpo humilde, acompañado de jaleos, palmas y giros potentes. Y como un perfecto cierre, mostraba a modo de homenaje el color más especial de su abanico, el de Madrid. Una conocida letra por caracoles recorría entre los volantes de las batas de cola las calles de la capital, sin fin, festiva y viva.
Los acentos, entre aplausos, celebraban la vida de su nueva historia, apoderada bajo el nombre de un Ballet que brillaba. La noche madrileña, conocida por su infinita vida, se despertaba, y como aquel importante proyecto, comenzaba a bailar.