El paso del tiempo tiene, para ciertos elegidos, el poder de inmortalizar. Si, además, han tenido la fortuna de recibir el don del arte, pueden llegar a desarrollar la capacidad de traspasar las fronteras del alma logrando únicamente conectar con quienes se buscan. En la melodía, en la poesía, en el cante. A esta magia, los gitanos la llaman «pellizco», los flamencos, como al que anoche homenajearon en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, «duende». Por Natalia del Buey
Decía precisamente ese poeta flamenco, Federico García Lorca, en la Conferencia celebrada en 1922 en Granada con motivo del Concurso de Cante Jondo, creado de la mano de Manuel de Falla, que «el duende es quien juega con nosotros, se ríe de nosotros, y se vale de nosotros para saltar de un cuerpo a otro, de mi piel a la tuya, del sensorio común a la epidermis que expresa lo que no puede ser dicho con palabras».
Así mismo actuaba ayer. Mediante la improvisación y esa risa inocente que produce el arte bien hecho se dejaba llevar por ese duende Pablo Rubén Maldonado, el gran pianista a quien las teclas y sus sonidos hacían caminar por las melodías de «El amor brujo», recordando a estos dos maestros del arte español. Sin embargo, todo comenzaba con el llanto de una guitarra de corazón malherido, llanto quejumbroso y cortado que la voz flamenca de María Toledo mecía desde dentro, tratando de hacerla callar, a pesar de ser algo inútil e imposible. Dejando saltar al duende de un cuerpo a otro. El duende, entonces, indagaba entre los versos más profundos que contaban con las fuertes palabras de Aitor Contreras la historia de una casada infiel llevada por el deseo y la pasión de un hombre que le recuerda a cuando era mozuela. Dos romances, a continuación, deleitaban al duende entre verdes quereles y fraguas de luna gitana. En la noche. En la mañana. En la oscuridad del peligro y en la aurora del amor. «¡Qué te quiero, verde!» gritaban con su voz la cantaora, el pianista y el poeta, dejando al duende saltar entre los versos escritos en un tiempo perenne, «¡déjame que baile, cuando vengan los gitanos!», como un alto grito de libertad.
Y entre las letras eternas de aquel poeta enamorado de gitanos, el duende lograba crear su magia, transmitida en esencia bajo los tres elegidos: artistas de humilde corazón y un gran talento compartido capaces de enseñar ese amor casi obsesivo del eterno Federico. Ovaciones, un público en pie y comentarios a la salida del recital de lo más positivos demostraban el paso de aquel duende que había viajado a Madrid para depositar entre los más afortunados espectadores el arte del más querido poeta de Granada.
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