En un mundo como en el que vivimos en el que todo nuestro alrededor está plagado de constantes estímulos, formas, colores, voces, sonidos, olores, es difícil la tarea del creador. No obstante, gracias a ello, el arte parece tomar un nuevo camino que resulta infinito donde hay espacio para todo aquel que se apunte a la batalla de la creatividad. (Crónica espectáculo «Rayuela» de Cia. Marco Flores. Teatros del Canal, 9 y 10 de marzo 2024, por Natalia del Buey). Foto @DemetriaSolana
Hay artistas que beben de esos estímulos y construyen con ellos escenarios espectaculares, que se convierten en viajes visuales a un lugar hipnotizante. Otros, sin embargo, optan por coger de ellos referencias y expresarlas simplemente desde su más personal intimidad. Sin recargamiento. Dejando que el público imagine y se vuelva, junto a ellos, creadores. Podríamos decir que hay una nueva escuela dentro del flamenco, quizás más contemporánea pero que siempre recuerda los orígenes de esta música, que se acerca de manera sorprendente hacia este tipo de creaciones.
La noche de ayer el escenario de la Sala Verde de Teatros del Canal se llenó de la creatividad del bailaor y coreógrafo Marco Flores, acompañada de la del cantaor David Lagos y la de la guitarra de Alfredo Lagos. Comenzando con un inicio lleno de interrogantes para el espectador que ya estaba integrado en aquel juego creativo, un par de castañuelas sirvieron para comprender la estructura de la pieza, «Rayuela», que mandaban como un director de orquesta a los demás elementos, indicando con su peculiar sonido el salto de uno a otro. Un salto que es precisamente con el que se juega a la Rayuela, popularmente, que va y vuelve. Un salto que se mantenía presente durante toda la representación. Ahora baile. Y un foco iluminaba el cuerpo de Marco proyectando su forma flamenca. Un chasquido de castañuela. Y ahora cante. Y el eco dejaba escuchar las quejas de la voz de David. Otro chasquido. Y la guitarra. A veces libre, a veces compañera del taconeo, del llanto o de la risa. Después las castañuelas desaparecían, pero los saltos, presentes en aquella creativa forma de seguir el hilo de la historia, continuaban siendo los protagonistas. El guía entonces eran las manos. El ruido de los zapatos. Unos cascabeles o los rasgueos de la guitarra. Salto. Salto. Salto.
Y continuando la referencia al juego, la obra iba tomando un tono transitorio. De lo jondo a lo popular. De lo flamenco a lo festivo. Lo que era una seguiriya se convertía en una milonga. Lo que sonaba a saeta pasaba a ser un fandango. Lo popular, entonces, tomaba el protagonismo. Cantes escuchados desde un altavoz antiguo, como una voz viniendo del pasado. Las letras, alegres. Los toques, rasgueados, como en una gran velada andaluza. Los gestos y los movimientos corporales, saltando. Con ciertas reminiscencias a algunos bailes populares de la España más tradicional. Saltando de un lado a otro. Sonriendo. Como si aquel personaje que bailaba, cuyo cuerpo parecía estar en búsqueda, hubiera encontrado el lugar más alto al que llegar. Jugando. Saltando. Hasta el cielo.
Y como apuntábamos al inicio, aquel espacio aparentemente vacío, limpio de distracciones y construido con tan solo tres elementos, las tres disciplinas flamencas, cante, toque y baile, se cerraba con un final que incluía al público. Un puñado de espectadores que inocentemente trataban de seguir con palmas el compás de aquella extraña composición. Contagiados de la alegría transmitida por el intérprete, Marco Flores, que coronaba su actuación celebrando la vida, el esfuerzo de ser creador y rebuscar sin pausa entre la creatividad interior, durante 25 años de carrera.
El último salto. La última casilla de la Rayuela pintada con tiza sobre el suelo. Un viajero que llega hasta su destino, como aquel personaje que protagonizaba la novela de Julio Cortázar con este mismo nombre. Saltando. Bailando. Creando… Y jugando.
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